En la Iglesia antigua existía la costumbre de que el Obispo o el sacerdote después de la homilía exhortara a los creyentes exclamando: “Conversi ad Dominum” –volveos ahora hacia el Señor. Eso significaba ante todo que ellos se volvían hacia el este, en la dirección por donde sale el sol como signo de Cristo que vuelve, a cuyo encuentro vamos en la celebración de la Eucaristía. Donde, por alguna razón, eso no era posible, dirigían su mirada a la imagen de Cristo en el ábside o a la cruz, para orientarse hacia el Señor. Porque, en definitiva, se trataba de este hecho interior: de la conversio, de dirigir nuestra alma hacia Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios viviente, hacia la luz verdadera”[1]. Estas palabras del santo Padre Benedicto XVI nos permiten introducirnos en el tema que nos ocupa: “el sacerdote en el Ofertorio de la Santa Misa”.
Una vez acabada la liturgia de la Palabra entramos en la liturgia Eucarística. Como sabemos bien, ambas –liturgia de la Palabra y de la Eucaristía–“están estrechamente unidas entre sí y forman un único acto de culto”[2]. De ahí que la oblatio donorum o presentación de las ofrendas, primer gesto que el sacerdote, representando a Cristo Señor, realiza en la Liturgia eucarística[3], no es sólo como un “intervalo” entre ésta y la liturgia de la Palabra, sino que constituye un punto de unión entre estas dos partes interrelacionadas para formar, sin confundirse, un único rito. De hecho, la Palabra de Dios, que la Iglesia lee y proclama en la liturgia, lleva a la Eucaristía.
La liturgia de la Palabra es un verdadero discurso que espera y exige una respuesta. Posee un carácter de proclamación y de diálogo: Dios que habla a su pueblo y éste que responde y hace suya esta palabra divina por medio del silencio, del canto; se adhiere a ella profesando su fe en laprofessio fidei, y lleno de confianza acude con sus peticiones al Señor[4]. Como consecuencia, el dirigirse recíproco del que proclama hacia el que escucha y viceversa, implica que sea razonable que se sitúen uno frente al otro[5].Sin embargo, cuando el sacerdote deja el ambón o la sede, para situarse en el altar –centro de toda la liturgia eucarística[6]– nos preparamos de un modo más inmediato para la oración común que sacerdote y pueblo dirigen al Padre, por Cristo en el Espíritu Santo[7]. En esta parte de la celebración, el sacerdote únicamente habla al pueblo desde el altar[8], pues la acción sacrificial que tiene lugar en la liturgia eucarística no se dirige principalmente a la comunidad. De hecho, la orientación espiritual e interior de todos, del sacerdote –como representante de la Iglesia entera– y de los fieles, es versus Deum per Iesum Christum. Así entendemos mejor la exclamación de la Iglesia antigua: “Conversi ad Dominum”. “Sacerdote y pueblo ciertamente no rezan el uno hacia el otro, sino hacia el único Señor. Por tanto durante la oración miran en la misma dirección, hacia una imagen de Cristo en el ábside, o hacia una cruz o simplemente hacia el cielo, como hizo el Señor en la oración sacerdotal la noche antes de su Pasión”[9].
Notas
[1] BENEDICTO XVI, Vigilia pascual, Homilía Sábado Santo 22.III.2008.
[2] IGMR, n. 28; cf. CONC. ECUM. VATICANO II, Const. Sacrosanctum concilium, n. 56.
[3] Cf. IGMR, n. 72-73.
[4] Cf. IGMR, n. 55.
[5] Cf. J. RATZINGER, El espíritu de la liturgia. Una introducción, p. 102.
[6] Cf. IGMR, n. 73.
[7] Cf. IGMR, n. 78.
[8] Cf. Pregare “ad Orientem versus”, Notitiae 322 vol. 29 (1993), p. 249.
[9] BENEDICTO XVI, Opera omnia, Prefacio.
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