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HE CONFESADO AL DIABLO
De lo que viví antes de confesarlo, recuerdo lo siguiente.
Como párroco de un pequeño pueblo, frecuentemente, cada domingo, salía por las calles y aprovechaba para saludar a la gente, dejándoles una catequesis escrita, especialmente a aquellos que por diversas razones no acudían al templo.
En aquella parroquia dedicada a San José, muchos tenían una costumbre que cumplían sin falta cada domingo, como si fuera un deber. Esto era tomarse “unas frías” -así llamaban ellos a la cerveza-. Por tanto, era fácil saber dónde encontrar este tipo de “fieles”, y entre ellos estaba también él.
Cierto día, al terminar mi recorrido, se acerca una señora para preguntarme si había reconocido al “diablo”. Según ella, yo lo había saludado y él había recibido uno de los mensajes que yo repartía. Yo no había visto al “diablo”, o por lo menos no recuerdo haber visto a ninguna ni a ninguno que se le pareciera.
En otra ocasión necesitaba ir al pueblo vecino para ayudar a un hermano sacerdote, pero el coche de la parroquia se había averiado y por ello necesitaba a alguien que me transportara.
Vaya sorpresa cuando, al preguntar a algunas personas quién podría ayudarme con este servicio, inmediatamente un niño me dijo: «Padre, si gusta llamo al “diablo” para que se lo lleve». No se imaginan lo que pensé en aquel momento. Parecía una broma, pero luego acepté la propuesta y ese día lo vi por primera vez…
Por un buen rato guardé silencio, pues era la primera vez que hacía un viaje así. Además pensé: ¿de qué puedo hablar con el diablo? Al poco tiempo le hablé, pero parecía más una entrevista que un diálogo. Ese día, antes de terminar el viaje y sin decir nada, dejé en su coche un escapulario de la Virgen del Carmen
En adelante lo veía por todas partes; ya lo reconocía y, aunque siempre lo invitaba a la misa, él siempre me decía: “ahora no, algún día lo haré, tengo mis razones”.
El tiempo pasó, y cierto día un niño que esperaba en la puerta del templo me dijo que alguien me necesitaba urgentemente y que no quería irse sin antes hablar conmigo. El niño me explicó que se trataba de un enfermo grave. Entonces, rápidamente busqué todo lo necesario para la visita.
Cuán asombrado quedé cuando, al llegar a aquel lugar, descubrí que el enfermo grave que hacía varios días esperaba al sacerdote era Ramón, aquel a quien llamaban “el diablo”; un hombre del campo que había vivido situaciones humanas muy difíciles. No recordaba cuándo ni por qué le habían empezado a decir así, pero él se había acostumbrado. Ahora, postrado en una cama, padecía de un cáncer terrible y se acercaba a su final.
Recuerdo muy bien lo que él me dijo aquel día: «Padre, ¿me recuerda? Soy aquel que llaman “el diablo”, ¡pero mi alma no se la dejo a él; le pertenece a Dios! Por favor, ¿me puede confesar?»
Fue un momento muy especial, pero aún más cuando vi lo que apretaba en sus manos mientras lo confesaba: un escapulario; precisamente aquel que yo le había dejado en su coche. Ahora él lo portaba en su viaje a la eternidad. Luego, en aquella casa también pude ver una hoja sobre la confesión, una de aquellas que yo mismo le había dado un domingo al mediodía.
Qué grande y misterioso es Dios. Obra en silencio y con sencillez, pero además nos permite compartir con todos el don que nos ha dado. Y ese día todo el pueblo lo comentaba (y también yo lo pensaba): ¡he confesado al diablo!
El autor de esta historia es el P. Manuel Julián Quiceno Zapata de Colombia del Valle del Cauca. La escribió en ocasión del año sacerdotal 2010. Gracias padre Manuel por tu testimonio y por tu vida sacerdotal.
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