Homilía del Padre Carlos Alberto Merlo Masino
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6º DOMINGO DE PASCUA 2013
La lectura
del libro del apocalipsis nos presenta la vida glorificada bajo la imagen de
una ciudad, la cual está marcada por el simbolismo del número doce, doce son
las puertas de la misma, doce son los ángeles que la custodian, doce los
cimientos. Como doce son las tribus de Israel cada una de ella fundada por uno
de los doce patriarcas, y doce son los Apóstoles que vienen a ser los nuevos
patriarcas del nuevo Pueblo de Dios al que ya no se pertenece por un derecho de
vientre sino por el renacer en la fuente bautismal.
Una ciudad
en la que no hace falta la luz porque la misma gloria de Dios la ilumina. Esa
gloria de Dios que se ha manifestado en la resurrección de nuestro Señor
Jesucristo, a la que nosotros en la solemne Vigilia Pascual hemos hecho alusión
a través del lucernario, o liturgia de la luz, que abarca toda la primera parte
de la misma. El cristiano es el que vive iluminado por la gloria de Dios, el
que vive en la presencia de Dios.
Esa luz que
ilumina la vida del cristiano es la
Palabra de Dios que pone en práctica aquel que verdaderamente
ama a Jesús. Y aquel que amando a Jesús vive de acuerdo a esa Palabra, es
morada de Dios, o sea que Dios vive en él. Es de algún modo como esa Jerusalén
celestial que ve Juan en la revelación que recibe. Podríamos decir que el
auténtico discípulo de Jesucristo es un ser traspasado por la gloria de Dios,
un ser luminoso, alguien que posee una luz que no le es propia. El problema es
cuando nos creemos que esa luz nos es propia.
Esa realidad
de la que habla Jesús en el Evangelio, acerca de que Él y el Padre Dios vienen
a vivir en aquel porque lo ama vive de acuerdo a su Palabra, lo hace en
nosotros el Espíritu Santo mediante el bautismo. Es lo que la ciencia teológica
llama la “inhabitación trinitaria”; o sea que por el bautismo somos morada de
Dios, casa de Dios, templos vivientes; lo que implica una gran dignidad. Los
bautizados no somos cualquier cosa, somos valiosos e importantes porque Dios
vive en cada uno de nosotros, y porque vive en cada uno es que nos podemos
recoger en oración y orar en donde estemos.
Cada uno de
nosotros es valioso, muy valioso, y ello implica que hemos de valorarnos y
hacernos respetar porque somos imagen y semejanza de Dios, templos de su
gloria. Por ello un cristiano se respeta a sí mismo y respeta y hace respetar a
los demás porque cada uno es sagrado. Allí tiene su raíz la vida moral, la
vivencia de los mandamientos, lo cual no es un simple código de disciplina como
puede haberlo en cualquier otra institución sino que es expresión de ese amor y
respeto que ha de haber entre nosotros los bautizados.
Y ese amor
y respeto implica una determinada manera de vivir. De allí se desprende no
solo, como decíamos, el respeto; sino también la justicia en todos sus aspectos,
la promoción integral de la persona, el diálogo que implica escucha, la
fidelidad en las relaciones… toda una dimensión de la vida cristiana que no es
aleatoria sino esencial.
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